Cuando los conquistadores españoles irrumpieron en la vasta geografía sudamericana en el siglo XVI, no solo lo hicieron con armaduras y cruces, sino también con una mirada cargada de prejuicios y desconocimiento. Frente a ellos se desplegaban costumbres milenarias que desafiaban su comprensión del mundo. Una de ellas era el consumo de una infusión amarga, verde y aparentemente simple: la yerba mate. Pero para los pueblos originarios, especialmente los guaraníes, el mate era mucho más que una bebida. Era un ritual, una medicina, una ofrenda, un símbolo de unión con la naturaleza y con los otros.

El impacto del descubrimiento

Los españoles quedaron desconcertados ante la fuerza que tenía el mate en la vida diaria indígena. No era un brebaje ocasional: se bebía en comunidad, en silencio o en conversación, en ceremonias religiosas, durante el trabajo, o como acompañamiento cotidiano. Y lo más intrigante: parecía tener efectos vigorizantes. Pronto, los colonos comenzaron a imitar a los guaraníes, adoptando la costumbre de tomar mate en sus largas jornadas por la selva, en los caminos y en los pueblos. En pocos años, el consumo se expandió más allá de los pueblos originarios.

Pero con la difusión también llegaron las tensiones. Para muchos funcionarios coloniales y religiosos, el mate representaba un peligro: no solo por sus efectos estimulantes —atribuidos erróneamente a propiedades alucinógenas—, sino por su poder simbólico. Era una práctica profundamente arraigada en la cultura indígena, y como tal, representaba una forma de resistencia silenciosa frente al avance del cristianismo y la cultura europea.

La prohibición

Uno de los principales críticos fue Hernando Arias de Saavedra, conocido como Hernandarias, gobernador del Río de la Plata. Aunque criollo, tenía una visión profundamente moralista y conservadora. Consideraba que el consumo de mate fomentaba la ociosidad, el desgobierno y hasta la brujería. Lo llamó un “vicio pernicioso”, y promovió su prohibición en varias oportunidades, señalando que “aturdía los sentidos” y alejaba a los pobladores de la fe cristiana.

A pesar de las restricciones legales impuestas desde el poder colonial, el consumo no solo continuó, sino que se afianzó. El pueblo llano, tanto indígena como mestizo y criollo, siguió tomando mate como símbolo de cotidianeidad y resistencia cultural. El intento de erradicarlo fue una batalla perdida desde el inicio: el mate ya era parte del alma de estas tierras.

Entre la represión y la expansión

Lo fascinante de esta etapa es que, al mismo tiempo que se intentaba reprimir el consumo, el mate comenzaba a cruzar fronteras físicas y culturales. Desde Paraguay se exportaba a otras regiones del Virreinato, incluyendo el Alto Perú (hoy Bolivia) y el norte chileno. Los caminos coloniales no solo llevaban oro y plata: llevaban hojas secas de “caá”, que se transformaban en encuentros, charlas y costumbres en todos los rincones del imperio español.

Sin plantaciones organizadas ni un sistema agrícola formal, la yerba se recolectaba directamente de los yerbales silvestres. Era un recurso tan codiciado que muchos indígenas eran obligados a trabajar en condiciones durísimas para recolectarla y transportarla. Así, el mate también se entrelazó con las tensiones económicas y sociales propias de la colonia.

Un símbolo que sobrevivió al poder

Lejos de desaparecer, el mate sobrevivió a las prohibiciones, a los prejuicios y a los cambios de poder. Su esencia como símbolo de encuentro y pertenencia resistió, se adaptó, y finalmente conquistó incluso a quienes intentaron reprimirlo. Lo que comenzó como una costumbre indígena terminó siendo una de las tradiciones más queridas del Cono Sur.

En cada sorbo que damos hoy hay siglos de historia. Y en cada ronda de mate se revive, sin saberlo, una antigua costumbre que supo resistir el paso del tiempo y la imposición de imperios.